lunes, 3 de diciembre de 2012


LAURA RODRÍGUEZ MONTECINO
22 de octubre de 2012-10-22


ISLAM Y DEMOCRACIA:
La Primavera Árabe, un año después

El 4 de enero de 2011 la acción valiente y desesperada de un joven vendedor ambulante volcó la mirada de Occidente hacia Túnez, ese ignoto punto en el mapa, interrumpiendo por un momento el curso normal de la vida en el Norte. Mohamed Bouzizi, de 26 años, tomó el espacio público para llevar a cabo el acto con mayor fuerza simbólica de que es capaz un ser humano que vive en comunidad: poner fin a su propia vida como forma de protesta -en aquel momento aún desconocíamos que, algo más de un año después, un pensionista griego se suicidaría también en una plaza pública para romper violentamente el silencio ante la guerra económica que se libra hoy en el corazón de Europa-. Aquel suceso, que originó la llamada “revolución tunecina” como consecuencia de décadas de injusticia social, prendió una mecha que se extendió rápidamente por otros países del norte de África y Oriente Medio. A la Primavera Árabe le deben estos Estados la sacudida de los cimientos de sus respectivos regímenes, y la apertura en algunos casos de un proceso de transición democrática.

Sin embargo, es frecuente que sean contradictorios los mensajes acerca de estas incipientes democracias que nos llegan a través de los conglomerados mediáticos occidentales: si bien la opinión pública europea y norteamericana se mostró de forma casi unánime a favor de las revueltas populares, que prometían el cambio de sus polvorientos y –en algunos casos- opresivos aparatos de gobierno, la prensa occidental no parece tan entusiasta a la hora de tratar el resultado de la elección democrática de estos pueblos. El ascenso del islamismo ha sido tachado en los últimos meses de amenaza para avanzar en la consecución de derechos sociales en las naciones árabes. Esta posición se ha reforzado tras la publicación del libro La primavera árabe. El despertar de la dignidad por parte del intelectual marroquí Tahar Ben Jelloun, con amplia repercusión mediática. El escritor ha asegurado en varias intervenciones públicas que el futuro de la primavera árabe pasa por el islamismo, que representa “el rechazo a Occidente, a la modernidad, al individuo, a la responsabilidad del individuo y al laicismo". Ben Jelloun piensa que, necesariamente, el islam es un obstáculo para el desarrollo democrático en tanto que intenta imponer su ideario sin respetar otras opiniones. Pese a lo lúcido de su análisis de las revueltas populares de 2011, una mirada más atenta y en profundidad al panorama político y social del golfo pérsico nos permitirá ver que la situación es más compleja de lo que este análisis propone.

En la base de la Primavera Árabe se encuentra la inquietud popular por acceder a unos derechos básicos –entre los que destaca la soberanía del pueblo- así como la necesidad de liberarse de la injerencia internacional en sus asuntos internos. Los regímenes dictatoriales previos  a las revueltas eran en muchos casos (Túnez, Libia, Egipto) gobiernos favorables a medidas neoliberales de apertura comercial a multinacionales occidentales, que enriquecían a una élite oligárquica – la cercana a los gobernantes- mientras sumían a su población en la miseria más absoluta. Resulta llamativo el hecho de que, una vez iniciada la revolución, la prensa del Norte en bloque condenara el régimen del dictador Muamar el Gadafi después de décadas de aprobación tácita a las transacciones petrolíferas con Libia. En estos países, sometidos a dictaduras laicas, los partidos islamistas se han convertido en la opción mayoritaria de una región asolada por la dominación estadounidense-israelí, en ocasiones también militar (recordemos la invasión de Iraq en 2003, firmemente rechazada por la mayoría de la comunidad internacional, o la guerra en Afganistán desde 2001: ninguna de las dos operaciones ha logrado poner fin a los problemas estructurales de ambas naciones, si no han aumentado la pobreza y el desánimo). El apoyo moderado en el islam –por ejemplo, en el programa de los Hermanos Musulmanes, ganadores de las últimas elecciones en Egipto- promete a estos pueblos saqueados el respeto a su identidad cultural por oposición al laicismo cómplice de Estados Unidos y el islamismo radical-yihadista de algunas formaciones árabes. Resulta inverosímil pensar que las poblaciones de Egipto o Túnez vayan a elegir democráticamente una opción que suponga su retroceso irreversible en cuanto a conquistas sociales. ¿Por qué confundimos, entonces, en Europa el islamismo con el ataque a los derechos humanos?

La islamofobia, al alza desde los ataques terroristas del 11 de septiembre y alentada por la prensa occidental, ha servido en muchos casos para promover acciones de otro modo injustificables, como la invasión de una nación por el supuesto apoyo de sus gobernantes a una red terrorista: es el caso de Afganistán, los talibanes y Al-Qaeda. Yolanda Guío Cerezo, profesora de Antropología en la Universidad Complutense de Madrid, sostiene en su ensayo Ideologías Excluyentes que  el rechazo al islam proviene del miedo ante el acceso musulmán a “los beneficios sociales” y su conversión en “invasores culturales que ponen en peligro la cultura occidental”. Si intentamos arrojar un poco de luz en medio de la confusión, descubriremos algunos hechos políticos de estos Estados que pueden resultar sorprendentes para el lector europeo medio. Establezcamos algunos ejemplos. Bashar el Asad, responsable de las recientes masacres civiles en Siria y causante de la inestabilidad interna de la nación –se estudia una intervención por parte de la OTAN para protección de la población siria, hasta el momento vetada por China y Rusia- representa a un partido laico de corte socialista.  El mismo color político presentaba el partido encabezado por el caudillo iraquí Saddam Hussein, lejos de ser un islamista radical como a menudo se comunicó a la opinión pública. El nuevo presidente de la República Tunecina, Hamadi Jebali, quien ha iniciado relaciones diplomáticas con Washington y propone una postura reformista y modernizadora, pertenece a Ennahda, partido islamista moderado. Entre sus aliados naturales se encontrarán, con toda probabilidad, los Hermanos Musulmanes en Egipto, grupo panislamista que obtuvo una amplia victoria electoral. Los Estados con mayor conflictividad interna persistente después de la Primavera Árabe son aquellos en la actualidad gobernados por gobiernos de transición -a menudo con presencia internacional- como Libia, Afganistán e Iraq. Así pues, un análisis exhaustivo de la realidad de los países árabes deja ver cómo, en el Norte de África y Medio Oriente, islam no es siempre sinónimo de opresión y laicismo no lo es de respeto a los derechos humanos.

No obstante, no cabe duda de que estas naciones deben avanzar hacia la secularización con el fin de alcanzar un desarrollo democrático pleno. Si bien en muchos casos el voto islamista se ha alzado, de la misma forma lo han hecho otras opciones laicas izquierdistas nacidas en el seno de estos países árabes. Santiago Alba, profesor de Filosofía en la Universidad Complutense y residente de larga duración en Túnez, ha llamado con frecuencia la atención acerca de este fenómeno: formaciones como el Partido Comunista de Egipto, el Movimiento Tunecino Renovación o el Partido Comunista Sirio plantean una alternativa seria y en pleno crecimiento tanto a la explotación extranjera de los recursos nacionales como a la deriva religiosa radical.

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